Imaginen que se les plantea, una noche cualquiera de estas, la posibilidad de visitar a su Dios. Al que cada uno tenga, divino, pagano o semipensionista. Y que, ustedes, gentes educadas, deciden acercarle algún presente. Qué difícil elección, ¿no? Buscar un presente para alguien que lo tiene todo es tan complicado como tratar de llenar el vacío de alguien que no tiene nada.
Hace ya más de dos milenios, a un tamborilero no le resultó muy complicado elegir su regalo. Nada más que un viejo instrumento: su humilde tambor. El buen hombrecillo decidió que nada mejor que ofrecer el ronco acento del instrumento que le permitía vivir. Y que él aseguró que era un canto de amor.
En la noche más hermosa del año, esa que tratamos de vivir cada año como si fuera la primera, si tienen dudas acerca de cuál es el mejor regalo que pueden hacer a los que comparten su mesa, y también su vida, rememoren la elección del tamborilero. Y recuerden, más aún, la sonrisa que, a cambio, recibió del niño que descansaba en el portal.
¡Felices Pascuas!