Ahora que se acercan las uvas empiezan a proliferar en los medios sucedáneos varios de los clásicos oráculos griegos, aquellos lugares a los que acudían los abuelos de la Humanidad en busca de previsiones y adivinaciones acerca del futuro inmediato. Reconozco ser un ávido lector de todo tipo de predicciones que anticipen la evolución del tándem tecnología-negocio. Pero no lo hago para adelantarme a las tendencias y animar a nuestro ecosistema a seguirlas. Sino, más bien al contrario, para evitarlas. Me explico.
Hace ya más de una década descubrí la estrategia del océano azul, una teoría creada por los profesores del INSEAD Chan Kim y Renée Mauborgne. Atendiendo a su paradigma estratégico considero que el seguimiento de las tendencias masivas nos conduce a lo que se denomina un océano rojo, un espacio en el que los competidores abundan, destrozan los márgenes, aniquilan la rentabilidad y se despedazan entre sí, convirtiendo en rojo sangre el entorno de competencia. Todos hemos asistido a sucesivas modas tecnológicas que han acabado en terribles sangrías.
El océano azul son mercados aún no existentes, donde es posible establecer una ventaja competitiva duradera, que permite el crecimiento rentable y crea riqueza sostenible.
Por ello evitaré pontificar sobre tendencias tecnológicas, que ya abundan estos días por doquier, y dejo a los lectores la reflexión anterior por si les puede resultar de utilidad. Intento así no aburrirles con manidas exposiciones sobre la Inteligencia Artificial y su futuro, la dependencia estratégica de las GPU de un proveedor único, las aplicaciones verticales enriquecidas por la IA, las implicaciones éticas de sus avances o retrocesos, y demás preocupaciones y ocupaciones ya sobradamente tratadas por otros.
El océano azul son mercados aún no existentes, donde es posible establecer una ventaja competitiva duradera, que permite el crecimiento rentable y crea riqueza sostenible
Tampoco abundaré sobre el año de transición que 2023 ha supuesto para el sector. Ese año, marcado por la inflación, la consiguiente subida de tipos, el retroceso del consumo o el efecto de las inversiones anticipadas en dispositivos durante la pandemia. Pero también ese año en el que la transición de las organizaciones hacia modelos de compañías gobernadas por datos, la relocalización de procesos industriales productivos y la aún tímida adaptación del sector público hacia el nuevo contribuyente digital han impulsado el consumo de infraestructuras para la recolección y el proceso de datos, su almacenamiento y protección, la adopción de soluciones de automatización y robotización de procesos, la aceleración de la Industria 4.0… Un año excelente para el cómputo, el almacenamiento, las comunicaciones y la ciberseguridad. Un año en el que se ha compensado el volumen con el valor.
Un 2023 que ha sido muy intenso también en la evaluación de nuevas tecnologías. De ejecución de pilotos, a la espera de que 2024, con la prórroga conseguida de los fondos europeos para la recuperación y la resiliencia, y con un horizonte electoral un poco más despejado, nos permita avanzar en la ansiada transformación del modelo económico de país.
Quiero finalizar alertando sobre una lección aprendida de anteriores crisis. Invertir ayudas económicas en la construcción indiscriminada de rotondas no pareció dar buenos resultados. Dedicar los fondos únicamente a renovar infraestructuras tecnológicas actualizando los accesos wifi o modernizando pantallas digitales en los centros educativos, no parece muy transformador. Mis mejores deseos para que 2024 no sea el año de las “rotondas digitales”. Podemos y debemos ser mucho más creativos. En nuestras manos está.